LA OBRA DEL ESPÍRITU SANTO
UN ESTUDIO

por Gary Ray Branscome

Lección 15

 Debido a que Dios está presente en todas partes, el Espíritu Santo siempre ha estado presente sobre la tierra.
La Biblia conecta mayormente el comienzo de su obra con el día de Pentecostés, pero debido a que el Espíritu Santo no está ligado al tiempo, ha estado obrando siempre.
Fue el Espíritu Santo quien se movió sobre la superficie de las aguas en el día primero de la creación (Génesis 1:2). Fue el Espíritu Santo Quien mantuvo viva la religión verdadera durante los siglos anteriores al advenimiento de Cristo. Fue el Espíritu Santo Quien trajo a existencia a la nación de Israel, e inspiró la Sagrada Escritura. Y fue el Espíritu Santo Quien inhabitó en David, y en todos los demás que entendieron el camino de salvación antes del tiempo de Cristo (2 Pedro 1:21; Proverbios 1:23; Juan 7:39; Salmo 51:11; Números 11:26-29; Lucas 2:26-27 y 1:35,41,67; Salmo 139:7-10; Juan 16:7). Lo que comenzó el día de Pentecostés fue una campaña espiritual: el mundo iba a ser traído a la fe, y no por la violencia y la crueldad, sino por el testimonio de Jesucristo (Juan 6:44; 12:32 y 16:7; Lucas 17:21; 2 Corintios 10:4-5; Efesios 6:12; Romanos 1:16-17; Juan 14:16-18).

LA PALABRA DEL ESPÍRITU

 El mismo amor que movió a Dios a enviar a Cristo a la cruz, le movió a darnos la Biblia como un testimonio divino de aquel sacrificio. Cada parte de la Biblia es inspirada por el Espíritu Santo. Ni una palabra vino por voluntad humana. Y el testimonio de la Biblia consiste en dos doctrinas primarias: la ley y el evangelio.
A fin de entender correctamente la Palabra de Dios, debe entenderse la relación apropiada de la ley al evangelio: la ley es el mensaje de Dios a los no arrepentidos, mientras que el evangelio es Su mensaje a aquellos que se arrepienten (1 Timoteo 1:9). La ley nos muestra nuestro pecado y la necesidad de salvación; el evangelio nos asegura la misericordia de Dios en Cristo (2 Timoteo 3:16; 2 Pedro 1:21; Juan 5:39 y 20:31; 1 Juan 5:13).
Cuando esto se les explica por primera vez a algunas personas, reaccionan diciendo "los salvados también necesitan ley". Lo que no entienden es que cuando las personas salvadas emplean la ley, Dios no tiene palabras de condenación para ellas, sino que están usando la ley para condenar sus propios pensamientos y deseos no arrepentidos. De esto es lo que la Biblia está hablando cuando dice: "Si nos juzgáramos a nosotros mismos no seríamos juzgados" (1 Corintios 11:31). Nuestra vida entera debería ser una de arrepentimiento. Diariamente deberíamos usar la ley para condenar a muerte cada sentimiento o deseo pecaminoso que surge en nuestro corazón (Romanos 7:16-17); hay ocasiones en que la persona salvada fracasa en hacerlo, y cae en pecado, y entonces la ley le condena, como condenó a David cuando pecó (2 Samuel 12:7-12). Sin embargo, le condena debido a que no está arrepentido, de modo que la regla aún se mantiene válida: mientras la ley es el mensaje a los no arrepentidos, el evangelio es Su mensaje para quienes se arrepienten (1 Timoteo 1:9).

La ley no puede hacernos rectos, por tanto nunca pretendió hacernos rectos. El propósito de la ley, es condenar y exponer nuestro pecado, convenciendonos de nuestra necesidad de la misericordia de Dios. Es a través del perdón, y no de las obras, que somos hechos rectos delante de Dios. Cristo murió a fin de obtener ese perdón para nosotros; y tenemos acceso al sacrificio de Cristo a través de la fe sola, no de las obras de la ley (Romanos 3:20, 28; Gálatas 3:21; Juan 1:29; Hechos 4:12; 1 Corintios 11:31 y 12:3; Romanos 5:1-2, Gálatas 2:16 3:8 y 5:4; Efesios 2:8-9) [A quienes deseen conocer más sobre la rectitud que tenemos en Cristo, les recomiendo el "Comentario sobre Gálatas" de Martín Lutero. Tanto John Bunyan como Charles Wesley llegaron a la fe a través de la lectura de este comentario.]

Nuestra confianza en lo que la Biblia dice es un don de Dios, no un supuesto; y es el Espíritu Santo Quien nos convence de que Su Palabra es verdadera, así como Quien emplea esta Palabra para llevarnos al arrepentimiento y a la fe en Cristo (Juan 10:26).
Debido a que la Biblia es la Palabra de Dios, son de rechazar todas las opiniones y pensamientos que la contradigan, comenzando por los nuestros propios (Isaías 8:20, Romanos 3:4). Una disposición a juzgarnos a nosotros mismos es importante, porque nuestra mente carnal puede fácilmente engañarnos (Jeremías 17:9). Todos quienes explican la Biblia más allá de lo que dice explícitamente, antes que rendir sus propios pensamientos, están en rebelión contra Dios (Salmo 107:11; 1 Samuel 15:23; Romanos 12:2, 2 Corintios 10:5; Proverbios 3:5).

La doctrina verdadera consiste de aquellas verdades que son explícitamente expuestas en la Palabra de Dios, y el significado entendido para todas esas exposiciones es el natural y gramatical (literal) de las palabras. Por tanto, a fin de aprender lo que la Biblia dice o no dice sobre cualquier tópico, debemos considerar todo lo que explícitamente está dicho sobre el mismo, independientemente del Testamento en que se encuentre: ninguna declaración debe entenderse de un modo contradictorio con lo que la Biblia dice en otra parte, ni explicarse más allá.
De igual modo, debe tenerse cuidado de no leer ideas no escriturales en las palabras de la Escritura. Deberíamos conformar nuestro pensamiento a la Palabra de Dios. El verdadero don espiritual de la iluminación no añade nada a lo que la Biblia dice, sino que emplea sus declaraciones explícitas para ilustrar nuestro corazón oscurecido por el pecado (Juan 8:31; Isaías 8:20; 2 Pedro 1:20; Jeremías 23:26; Proverbios 30:6; 2 Corintios 10:5; Romanos 12:2; Efesios 1:16-19; 1 Juan 2:27; Lucas 24:45; Job 32:8; Apocalipsis 22:18-19; 2 Corintios 1:13 y 3:12).

LA SANTA IGLESIA CRISTIANA

 No sólo nuestra salvación es un don o regalo de Dios, sino también la fe por la cual la recibimos.
El Espíritu Santo obra a través de Su Palabra, tanto para llevarnos a la fe como para mantenernos en ella. Y todos a quienes el Espíritu Santo trae a la fe en Cristo, a través de ella son limpiados de todo pecado, y declarados inocentes de toda transgresión  (Efesios 2:8-9; 1 Corintios 12:3, 1 Pedro 1:5; Romanos 10:10,17; 1 Juan 1:7; Romanos 3:28). Habiendo sido lavados de pecado, todos quienes creen en Cristo son llevados de muerte a vida, del dominio de Satanás al reino de Dios. El reino celestial de Dios, que es llamado el Verdadero Israel, Cuerpo de Cristo, Jerusalén Celestial e Iglesia Invisible, es la única verdadera iglesia, fuera de la cual no hay salvación (Marcos 1:14; Romanos 2:28-29; Gálatas 4:26; Lucas 17:20-21; Mateo 6:33; Lucas 8:1; Mateo 21:31; 1 Corintios 12:12-13; Juan 1:12-13; Colosenses 3:1; Efesios 2:1,5-6).

 Al requerir bautismo, Cristo pide a todos quienes llegan a Él que humildemente vengan como pecadores, buscando perdón. El bautismo apunta a las personas a Cristo como la fuente del perdón, asegurando a todos quienes vienen, que cuando ellos se volvieron a Cristo, Él les lavó de sus pecados.
Por el bautismo, todos quienes vienen son puestos bajo el cuidado espiritual de una congregación. Después del bautismo, el Espíritu Santo obra entonces a través del ministerio de la Palabra, para recordarnos regularmente de nuestros pecados, renovando nuestro arrepentimiento original, mientras apuntamos nuevamente a Cristo como la fuente de todo perdón (Hechos 2:38 y 22:16; Marcos 1:4,8; 1 Corintios 11:27-32).

 Todo aquel a quien Dios ha reconciliado consigo por Jesucristo, ha sido llamado por Dios al ministerio de la reconciliación (Gálatas 5:8, 2; Corintios 5:18).
Como ministros de Dios, todos somos miembros de un sacerdocio santo (1 Pedro 2:5,9), que es una extensión del de Cristo, Quien es nuestro Sumo Sacerdote (Hebreos 4:15 y 8:1). Debido a que Él ya hizo el sacrificio por el pecado (Hebreos 9:28), nuestra tarea no es ofrecer sacrificios, sino aplicar los beneficios del Suyo. Así como Cristo nos limpia a nosotros de pecado por Su muerte en la cruz, así nosotros lavamos a la gente de pecado al llevarlas a Cristo (1 Juan 1:7-9; Juan 20:21-23). Nuestra tarea es llamar al mundo al arrepentimiento, y a la fe en Cristo (Mateo 28:19; Romanos 10:17). Nos encargamos de ese trabajo a través de la congregación local (Lucas 24:47; 2 Corintios 5:18-19). Cada creyente tiene una responsabilidad dada por Dios, sea de encontrar una congregación donde se enseñe el evangelio, o bien de comenzar una.

A efectos del encargo del trabajo del ministerio, el Espíritu Santo pone a aquellos quienes creen bajo el cuidado espiritual de una congregación local (Hebreos 10:25).
Tal congregación tiene una responsabilidad dada por Dios, para nutrir a aquellos bajo su cuidado, y para disciplinar a cualquiera que caiga en abierto pecado. La más alta autoridad en tales congregaciones es la Palabra de Dios, y la autoridad de la Palabra descansa en cada creyente. La Palabra de Dios autoriza a los creyentes a estudiar la Biblia, a dirigirse directamente a Dios en oración, a juzgar lo que se enseña, a condenar la falsa doctrina, a proclamar el evangelio, a interceder por otros, a encargarse de la disciplina de la iglesia, y cuando es necesario, a bautizar y administrar la Cena del Señor (1 Juan 2:27; 1 Corintios 10:15; Marcos 16:15; Gálatas 1:6-9; Mateo 18:15-18; Juan 16:22-27; 1 Juan 5:15-17).

 La Palabra de Dios también autoriza a los creyentes a llamar a ciertos hombres, que satisfacen ciertas calificaciones escriturales, a encargarse del trabajo del ministerio en nombre de la congregación (1 Timoteo 2:11-12 y 3:1-14).
Debido a que la Palabra de Dios autoriza a los creyentes a llamar a esos hombres, puede decirse que son "llamados por Dios". Sin embargo, ese llamado no dota a tales hombres con autoridad alguna por encima de la que descansa en cada creyente; más bien se trata de un llamado a servir. Y el respeto que se concede a esos hombres es dado voluntariamente, no algo demandado por su posición en la congregación. El ministro sirve a la congregación en ejercicio de una capacidad oficial, para el mismo ministerio que cada creyente es libre de ejercer en su capacidad no oficial (Mateo 23:8-12; 1 Pedro 5:3). Y debido a que Dios no ha autorizado a ninguna congregación a llamar alguna mujer como pastor, ninguna mujer pastor está llamada por Dios (1 Corintios 14:34,37; 1 Timoteo 2:11-12).

 En el tiempo de Cristo, los pastores de una congregación eran hombres elegidos de entre su membrecía, que en muchos casos servían sin paga. La congregación bajo el liderazgo de tales hombres usualmente contratarían a un maestro (Rabbi), una de cuyas obligaciones sería conducir el servicio de adoración del Sábado. La práctica judía de la ordenación se ejerció en la iglesia cristiana, y es mencionada en el Nuevo Testamento; sin embargo no es requerida por Dios, y no hay promesas divinas conectadas con ella.

 La disciplina de la iglesia es parte importante de la responsabilidad de la congregación; y su propósito es reprender a los no arrepentidos, no hacer que la gente se someta a autoridad humana. Aquellos que claramente transgreden la autoridad de Dios sin arrepentimiento, han de ser entregados a Satanás. Ésto debería ser un terror para todos quienes deseen escapar del infierno, porque Dios ha dicho que cuando ello se haga, y de acuerdo con Su Palabra, Él estará detrás: quienes son atados en la tierra serán atados en el cielo (Juan 20:22-23; 1 Corintios 5:1-5&11; 2 Corintios 2:6-7; Tito 3:10; 1 Corintios 14:40; Mateo 16:19; 1 Corintios 11:27-31; Gálatas 1:6-9). Una persona bajo disciplina en una congregación no debería ser aceptada en otra hasta que el problema haya sido tratado, y haya resultado arrepentimiento.

LA COMUNIÓN DE LOS SANTOS

 La palabra "comunión" denota el factor unificante que mantiene a un grupo unido, factor que sus miembros tienen en común.
En el caso de los cristianos, lo único que nos mantiene unidos es nuestra fe en Cristo. Todos tenemos acceso a la expiación de Cristo a través de la fe en Su sacrificio (1 Corintios 10:16; Juan 1:29). Por esta expiación, por el perdón que nos es asegurado en la propia sangre de Cristo, somos hechos puros, perfectos y rectos a la vista de Dios. Es esta rectitud la que nos hace "santos". Mediante la fe en Cristo somos todos hijos de Dios, ciudadanos del cielo, hermanos y coherederos con Jesucristo (Romanos 9:30-32; 10:1-4; 3:28 y 4:1-8).

 Para entender cómo la Cena del Señor se relaciona con esta expiación, y por qué es llamada una "comunión", considere cuidadosamente las palabras que Cristo empleó cuando instituyó esta cena (Lucas 22:19-20; Marcos 14:20-24; Mateo 26:26-28, 1 Corintios 11:24-25). Él dijo: "Éste es Mi cuerpo, que es dado por ustedes ... este cáliz es el nuevo testamento [evangelio] en Mi sangre, la cual es derramada por ustedes." Esta declaración resume la misma esencia del evangelio: el hecho de que el cuerpo de Cristo fue dado por nosotros, y Su sangre fue derramada por nosotros en remisión de pecados (1 Corintios 15:1-4; 1 Juan 1:7; Juan 1:29; Efesios 1:7).
A fin de entender cómo el Espíritu Santo usa esas palabras de Cristo, trate de visualizar una pobre mujer campesina, que está bajo la convicción de sus pecados, y anhela su seguridad por la misericordia y perdón de Dios. Ella no puede leer la Biblia por sí misma, su pastor no está predicando el evangelio como debería; pero ella cree que en la Cena del Señor recibirá el cuerpo y la sangre de Cristo para remisión de sus pecados (Mateo 26:28). Creyendo esto, en tanto participa de la Cena del Señor ella cree que está aceptando el propio cuerpo y sangre de Cristo para remisión de sus pecados; y con ello está aceptando a Cristo como su Salvador. No hay diferencia entre aceptar a Cristo para remisión de los pecados, y aceptar el cuerpo y sangre de Cristo para remisión de los pecados. El perdón le llega a ella, no por causa de la ceremonia, sino porque a través de la ceremonia ella cree el evangelio. El evangelio contenido en las palabras de Cristo: "Mi cuerpo ... es dado por ustedes ... Mi sangre es derramada por ustedes" (Lucas 22:19-20). Cristo instituyó Su cena para transmitir y dar a entender el mensaje del evangelio.

 Pero nótese que cuando Cristo instituyó Su Cena, la ofreció privadamente para adultos creyentes, nunca para el público en general. Sólo aquellos que están arrepentidos por sus pecados, y buscando a Cristo por perdón, califican para participar. Los no creyentes, no bautizados, no arrepentidos, y los muy jóvenes como para examinarse a sí mismos, deberían ser excluidos.

EL PERDÓN DE LOS PECADOS

 El meollo del evangelio es la buena noticia de que Cristo tomó nuestros pecados sobre Sí mismo y murió en nuestro lugar (1 Corintios 15:1-3).
Al efecto de un mejor entendimiento de la significación del sacrificio de Cristo, trate de visualizar que sus pecados están siendo lavados por Su sangre. Primero represéntese como todo sucio, vil y manchado con el pecado; cierre los ojos si es necesario. Después imagine la Sangre de Cristo por todo su entorno, como si fuera una lluvia, cayendo verticalmente, fluyendo a través suyo, lavando y quitando, sacando fuera cada mancha, cada mal pensamiento o deseo, de modo que Ud. comienza a tomar una refulgencia, como un brillo de rectitud. Imagínese entonces delante de Dios, radiando santidad. Radiante no por causa de sus propias obras, sino porque todo pecado ha sido lavado y quitado. ¡Esa es la verdadera santidad! Así es como Dios nos ve cuando confiamos en Cristo: esa es la perfecta rectitud de Cristo mismo (Romanos 10:4).
Nada que podamos hacer nosotros, ningún conjunto de reglas a guardar, podría mejorar siquiera una pizca de tal perfección. Debido a que nuestros pecados son cubiertos por la sangre, somos nada más tan puros a la vista de Dios como Cristo mismo. Cuando estamos así delante de Dios, es como si Cristo mismo estuviera parado allí en nuestro lugar. Él ha tomado nuestro pecado sobre Sí mismo, y nos ha dado Su rectitud a cambio. Como está escrito: "por la ofrenda de Uno Él ha hecho perfectos para siempre a quienes son santificados." (Hebreos 10:14).

 La palabra "santificar" significa ser apartado o hecho santo.
Debido a que nuestras obras no pueden hacernos santos, la santificación no tiene nada que ver con nuestros propios vanos esfuerzos para hacernos rectos a nosotros mismos (Isaías 64:6; Romanos 3:20). El Espíritu Santo nos santifica al llevarnos a la fe en Cristo (1 Corintios 12:3; Romanos 3:28). El perdón que tenemos en Cristo es lo que nos santifica a la vista de Dios. Esa santificación celestial toma lugar en el instante en que nuestros pecados son perdonados. Nada que pudieramos hacer jamás podría mejorar la perfección que nos llega con el perdón de todo pecado.
La Biblia también habla de una santificación terrenal (1 Tesalonicenses 4:3-5), que sin embargo no es válida sin la celestial. La santificación terrenal es simplemente el fruto o subproducto de la celestial. Es nuestro comportamiento que mejora, en tanto nuestra conciencia es entrenada para reconocer el pecado, y el amor de Cristo es derramado hacia el exterior en nuestras vidas (Gálatas 5:16,22; Efesios 4:32).
Esta mejora en nuestra conducta no tiene nada que ver con guardar una lista de cosas para "hacer" y "no hacer". De hecho, aquellos que tratan de hacerse rectos ellos mismos a menudo retroceden, volviendose mezquinos y de mal genio, contenciosos y legalistas. Jamás seremos libres de pecado en esta vida. Cualquier mejora en nuestro comportamiento no será suficiente para hacernos rectos delante de Dios. Por tanto, no podemos ganarnos nosotros el favor o la bendición de Dios: es simplemente el fruto del verdadero arrepentimiento y de la fe en Cristo (Romanos 8:29; Gálatas 5:18-25; Romanos 12:1-2; Juan 17:17; 2 Corintios 10:4-5; 1 Juan 1:8; 1 Corintios 15:50-54; Romanos 15:16; Efesios 1:4; 1 Juan 5:2-3; Hebreos 10:10,14).

 Debido a que el Espíritu Santo habita en nosotros, amamos lo bueno y odiamos lo malo. Eso no significa que nuestra carne no nos tienta. Sin embargo, una vez que tenemos por seguro que somos rectos a la vista de Dios, ese conocimiento se convierte en una motivación para continuar en rectitud. No hablo de guardar la ley, sino de caminar en una conciencia limpia.
Cristo nos ha liberado de la ley; no por ello podemos ser incorrectos, sino que podemos ser correctos aparte de la ley. Amamos ser limpios y libres de condenación; por tanto, no queremos hacer nada que nos haga sucios. Hacemos lo que en nuestro corazón sabemos que es recto y bueno (Job 27:5-6). El pecado voluntario nos robaría la paz de la mente que viene con el conocimiento de que nuestros pecados son perdonados. Hacer aquello que sabemos es malo, nos haría sucios y aborrecibles. Incluso si nadie se enterase de que hemos hecho algo malo, lo sabríamos nosotros y Dios; por ello nos sentiríamos condenados y no limpios. Una conciencia sucia nos quitaría nuestro mayor tesoro, la alegría y paz mental que nos llega con el saber que Dios no ve falta en nosotros. Por esa razón no vale la pena hacer el mal.

 Aún cuando la muerte de Cristo en la cruz tuvo lugar en un punto particular del tiempo, debido a que Dios no está limitado por el tiempo, la eficacia y efecto de ese sacrificio son los mismos siempre, como si se hubiese hecho antes de la creación del mundo (Apocalipsis 13:8). Como la eficacia del sacrificio de Cristo no está limitada por el tiempo, aquellos creyentes que vivieron y murieron con anterioridad, fueron justificados y salvados de la misma manera que nosotros lo somos. La única diferencia en los Pactos radica en las vestiduras externas, los ritos y rituales que Dios empleó para apuntar a la gente a Cristo. El propósito de las leyes y sacrificios del viejo pacto fue hacer al pueblo consciente de sus pecados, conduciendoles a buscar a Dios por misericordia (Romanos 3:10-21, Hebreos 10:3,10, Salmo 13:5). La gran ventaja que tenemos sobre quienes vivieron antes de Cristo, no está en cómo somos salvados, sino en la plenitud de la revelación de Dios.

 Debido a que la eficacia del sacrificio de Cristo se extiende hacia atrás en el tiempo, el "Nuevo Pacto" o Pacto de Gracia es en realidad más antiguo que el "Viejo Pacto". A él se refiere Pablo cuando afirma respecto a ese "pacto, que fue confirmado previamente por Dios para con Cristo, la ley que vino hace cuatrocientos treinta años no puede abrogar ..." (Gálatas 3:17). Como el pacto de gracia existió antes de la ley, y no fue abrogado por ella, la salvación ha sido siempre por gracia. ¡Siempre es por gracia!

CONCLUSIÓN

 El Santo Espíritu obra a través de Su Palabra, tanto para traernos a la fe como para conservarnos en ella (Romanos 10:14-17). Por esta razón Satanás está continuamente en ejercicio, tratando de alejar a la gente de la Palabra de Dios. Como cristianos tenemos la responsabilidad de mantenernos junto a la Palabra, y exponer, condenar y evitar todas las falsas revelaciones, conformando nuestro pensamiento a la Palabra de Dios (2 Corintios 10:4-5; Judas 3; Romanos 12:2; Juan 8:31).
 

PREGUNTAS PARA ESTUDIO

1. ¿Desde cuando ha estado presente el Espíritu Santo sobre la tierra?
2. ¿Qué es palabra solamente del Espíritu Santo?
3. ¿En qué dos primarias doctrinas consiste el testimonio de la Biblia?
4. ¿Qué debemos entender para interpretar correctamente la Biblia?
5. ¿Cuál es el propósito de la ley?
6. ¿Qué nos hace rectos a la vista de Dios?
7. ¿En qué consiste la verdadera doctrina?
8. ¿Por qué debemos rechazar toda opinión que contradiga a la Biblia?
9. ¿Cuál es la única y verdadera iglesia, fuera de la cual no hay salvación?
10. ¿Qué nos recuerda continuamente el Espíritu Santo?
11. ¿Qué es lo único que nos mantiene juntos a los cristianos?
12. ¿Cómo nos santifica el Espíritu Santo?
13. ¿Qué lava nuestros pecados?
14. ¿Cuál es el propósito de la disciplina de la iglesia?
15. ¿Quién está continuamente tratando de alejar a la gente de la Palabra de Dios?